El faro de arena Prólogo

Federico Nogara

El importante movimiento cultural uruguayo de la primera mitad del siglo XX ha causado estupor y sorpresa en el mundo, sobre todo teniendo en cuenta las dimensiones del país, uno de los más pequeños de América Latina, y su escasa población (apenas llegó a superar los tres millones de habitantes). Una de las explicaciones de ese casi milagro podría estar en su historia contada por los historiadores revisionistas de los años sesenta, que encajaría perfectamente dentro de la obra de algún escritor del realismo mágico. Encontramos en ella enviados ingleses expertos en desestabilización, fuerzas extranjeras de diversos orígenes, una oligarquía reaccionaria, criollos ambiciosos, caudillos locales sin demasiados escrúpulos, religiosos retrógrados, los imperialismos, y por encima de todo un problema de identidad: ¿Es Uruguay un país inventado, es cierto lo del Estado tapón? ¿Artigas era en realidad uruguayo o se le endilgó la nacionalidad por intereses políticos? ¿Los uruguayos son latinoamericanos o europeos nacidos fuera del continente?
Con este panorama ya tenemos el caldo de cultivo para la ficción.Y todavía falta el aliciente de la masiva inmigración europea y, a principios de los sesenta, el impulso de la Revolución Cubana.
La cultura uruguaya, con su multitud de acontecimientos y su mezcla de gente de diferentes lugares, tenía que ser inexorablemente política y universal. También fue vanguardista.

Tres escritores destacan en el siglo XIX y principios de XX: Bartolomé Hidalgo, un guerrero de las luchas por la independencia, que inaugura la literatura gauchesca; Eduardo Acevedo Díaz ─otro hombre de acción─, quien nos cuenta las vicisitudes de su patria por escapar al poder español, argentino y portugués para caer víctima de sus propias guerras civiles; y Juan Zorrilla de San Martín con su Leyenda patria y Tabaré, dos libros emblemáticos (es importante destacar que Zorrilla era diplomático y representó a Uruguay en España).

El “nacionalismo uruguayo” se termina de concretar en 1876 de forma curiosa. Un grupo de comerciantes, hacendados y extranjeros residentes en el país, liderados por el presidente de la primera Asociación Rural del Uruguay, todos ellos hartos de las luchas intestinas interminables, se dirigió al domicilio del general Latorre y lo colocó directamente en el sillón presidencial. En este período histórico ─llamado Militarismo, otro gobierno bonapartista─ se impone el orden de la oligarquía y las clases acomodadas: el respeto a la propiedad privada es máximo, el alambrado cerca los latifundios eliminando al gaucho (convertido en peón de estancia) y al productor mediano, y en el campo jurídico se realiza una verdadera revolución. Para los optimistas es la modernización del país, para los demás otra cosa.

El aspecto positivo del período está en la educación, de la que se hace cargo José Pedro Varela, cuya consigna era “educar, educar, educar”. Su reforma instaura en Uruguay una escuela gratuita, obligatoria y laica. Otra contradicción generadora de muchos ensayos.

El país se estabiliza totalmente durante el gobierno de Batlle y Ordóñez. Sus políticas sociales, pioneras en Occidente, marcaban la modernidad del país, a la cabeza de América Latina en todo. Se trataba más bien de un país europeo, “la Suiza de América” como fue llamado. Las escuelas harán durante años la apología de su gobierno. Batllismo en política, positivismo en filosofía, la cultura europea, en especial la francesa, como arquetipo. Dentro de esa atmósfera de tranquilidad y siesta la literatura apuesta por el Modernismo y aparecen tres figuras fundamentales: José Enrique Rodó, con varios textos que tendrían enorme difusión y serían estudiados y criticados (negativa y positivamente) fuera de fronteras, en especial su Ariel; Julio Herrera y Reissig, un escritor de precaria salud que vivía encerrado en el París inventado de su torre, llamando “Tontovideo” a su ciudad natal, y que recibía en sus tertulias literarias las novedades del París real de manos de Roberto de las Carreras; y Delmira Agustini con una poesía que en el momento en que se publica desafía lo que para las convenciones sociales era decoroso decir en una mujer. Rubén Darío opinaba que desde Santa Teresa de Jesús la poesía hispánica no había producido versos tan intensos. La poesía de Juana de Ibarbourou, "Juana de América", también se expande por todo el subcontinente. Horacio Quiroga llama la atención del lector internacional con sus cuentos escritos en plena selva, luego traducidos a diversos idiomas, entre ellos el ruso, el griego y el sueco y que todavía hoy se siguen editando en España. Felisberto Hernández pasa desapercibido, sobre todo por su posición política (un reaccionario en tiempos de cambio) y pese a sus esfuerzos por ser publicado en el exterior (incluso con la ayuda en Francia de Jules Supervielle, escritor uruguayo-francés) recién es valorado tras su muerte, cuando es considerado el buen escritor que era y se le traduce a varios idiomas.
Por los años cuarenta se publica un libro, El Pozo, que tardará diez años en vender sus primeros cien ejemplares. Su autor, Juan Carlos Onetti, se convertirá después en el escritor clave de la literatura uruguaya. Sus obras llegan a las universidades europeas y causan, una vez más, estupor y sorpresa. ¿Cómo un escritor del tercer mundo, ese lugar exótico, puede escribir sobre temas que parecen reservados a escritores de la Europa culta? Es importante recordar que en Francia comenzaba a germinar la revuelta estudiantil de los sesenta (un cambio generacional relevante en las costumbres), y Onetti, desde su tercer mundo europeo, les contaba cómo eran sus mayores. En la enorme ola generada por el autor se montan Benedetti y Galeano, dos escritores altamente politizados y muy cercanos al periodismo, que causan furor en Europa, donde sus textos son leídos con profusión en la época de las dictaduras latinoamericanas. Hasta hoy ambos son referencia para gran número de lectores en todo el mundo.

Refiriéndonos a escritores uruguayos, no debemos olvidarnos de Juan José Morosoli, Serafín J. García, Francisco Espínola, Armonía Somers, Álvaro Figueredo, Amanda Berenguer, Juan Cunha, Orfila Bardesio, Marosa di Giorgio, Idea Vilariño o Enrique Estrázulas, entre una lista tan diversa como digna de atención. Y conste que hemos citado a unos pocos autores ya fallecidos.

La cultura uruguaya no se ha limitado a la literatura. El filósofo Carlos Vaz Ferreira planteaba las escuelas en los parques, como en la antigua Grecia. Ochenta años después Islandia causa la admiración de Europa con la misma idea. Los pintores Barradas y Torres García destacan en Cataluña (un centro cultural barcelonés lleva el nombre del primero) y hasta hoy aparecen en los catálogos. Homero Alsina Thevenet, crítico cinematográfico, fue el primero en escribir elogiosamente sobre Ingmar Bergman, cuando el cineasta sueco era apenas conocido en su país, mucho antes de que Europa entendiera su complejo cine. Los críticos literarios Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal son reconocidos mundialmente aun hoy. Carlos Quijano, redactor responsable de Marcha, marcó una época en el periodismo. Rafael Barret, español afincado en Paraguay, buscó refugio en Uruguay y colaboró en diarios y revistas. Y José Zorrilla de San Martín, hijo del poeta ya citado, fue pintor y escultor, como también diplomático.

En la década de los sesenta Uruguay entra en dificultades, la situación económica se deteriora, las protestas y movilizaciones se suceden y aparece la guerrilla urbana. El Parlamento es impotente para establecer el orden y se hace necesaria una solución drástica. En la democracia de casi cien años asoma el golpe militar como única salida posible. Esa era la parte visible de un problema internacional más complejo. No olvidemos que los Estados Unidos y Europa tenían, por primera vez desde el fin de la guerra, graves desafíos. Había que frenar una cultura desmadrada que reivindicaba todo aquello que desafiaba el pensamiento imperante y aceptado, y que en el tercer mundo iba más allá, ponía en duda la validez del capitalismo tomando como ejemplo las revoluciones cercanas en el tiempo. Las medidas adoptadas por el gobierno de facto cívico-militar uruguayo, entre otros puntos, establecen: prohibición del uso de ciertas palabras, control de los programas educativos, limitación del derecho de reunión y censura a diarios y revistas, que culmina con el cierre del semanario Marcha, nexo entre los intelectuales uruguayos con los del resto del mundo. Y encima la Operación Cóndor, que empujó a miles de intelectuales al exilio. De ahí en adelante la cultura quedó en manos de los medios de comunicación adeptos al régimen.

Cuando acabó la dictadura Occidente ya entraba en una fase del capitalismo (muchos estudiosos opinan que ya no es capitalismo) iniciada por la escuela económica de Chicago y llevada a la práctica, en la nación imperial por excelencia, por Margaret Thatcher, que con sus políticas destruyó (o domesticó) los poderosos sindicatos británicos.

El poder de las corporaciones y bancos se alzó por encima de los parlamentos globalizando el planeta. La cultura quedó convertida entonces en cultura de masas: la combinación de la televisión, los grandes diarios, radios y editoriales, cuyos dueños son los mismos de todo el conjunto, grandes grupos mediáticos o millonarios mesiánicos. Los ministerios de cultura occidentales, incluidos los “progresistas”, aceptaron entonces la definición de industria cultural. El problema de esta denominación consiste en que el producto de cualquier industria (en este caso libros, pinturas, películas, etc.) es una mercancía cuyo valor se mide por las ventas. Ganar dinero es el objetivo de la cultura de masas y el dinero se obtiene fácil alienando a las clases populares de bajo nivel cultural con productos de ínfima calidad, y a la mayoría de los seudointelectuales, que son legión, con la falsa libertad de las redes sociales, último paso de gigante de la cultura de masas.

Como consuelo quedaba la percepción de que en esa globalización las oportunidades serían iguales para todos los artistas de Occidente. Nada más lejos de la verdad. Un libro de un escritor español publicado por una editorial española importante es difundido en todo el ámbito de habla hispana, mientras que el de un uruguayo (editado por la sucursal uruguaya de esa misma editorial) no sale del país. Volvemos al colonialismo y a la aldea.

La revolución cultural de finales del siglo XX (desde 1968 diría yo) y principios del XXI ha consistido en la victoria del individualismo sobre la sociedad. El director de cine italiano Roberto Rossellini decía: “La sociedad está basada en las leyes, la comunidad en el amor”. Primero perdimos la comunidad y ahora la sociedad.

Dentro de este panorama la literatura uruguaya tiene varios desafíos. El principal es salir al exterior, como hacían los escritores de antaño. Esto consiguen hacerlo hoy sólo algunos escritores aislados, pero sus esfuerzos, aunque logren formalizar alguna presentación testimonial, carecen de difusión. La aventura debería plantearse desde el colectivo, pero para fundar una literatura la condición esencial es tener un espacio donde obras y autores sean evaluados y discutidos, como nos dice Octavio Paz. El Uruguay actual carece de ese espacio y también de una tradición literaria, aunque la tradición se inventa (como la identidad nacional) partiendo de un escritor o de un grupo de escritores. El país, como hemos visto, los tiene, aunque en el olvido o cuestionados, sepultados por esa escritura de “use y tire” que plantea la cultura de masas. Ahí radica el otro punto fundamental: entrar en Europa para llamar la atención y ser difundido, como hizo la generación del boom, sólo se logra desde la vanguardia. Baste recordar que el libro que posibilitó el boom mencionado fue Ficciones de Borges.

En Barcelona se ha editado hace unos años una relevante muestra de literatura uruguaya, Los árboles sin bosque. El acertado título define perfectamente al buen escritor uruguayo actual: aislado, solo, limitado en lo material, rumiando en silencio su calidad creativa.

El faro de arena es una nueva muestra con otros autores que complementan a los del libro anterior.

¿Por qué decimos muestra? Porque antología es la elección de una serie de textos con un fin concreto, y cuando se dice “de antología” nos estamos refiriendo a algo magnífico, generalmente elegido por el gusto de los antólogos. La muestra no maneja ninguna idea predeterminada. Los autores seleccionados envían sus textos y nosotros, a manera de puente, comunicamos a los lectores: aquí lo que escriben los uruguayos en esta época, ustedes lean y, si quieren, juzguen. Por lo que respecta a los editores, nuestra verdadera intención es que ese faro surgido del páramo haga viable el camino de los árboles. Árboles únicos hacia un bosque que ya se advierte en estas páginas.





Federico Nogara

Barcelona, marzo de 2018